miércoles, 5 de noviembre de 2008

Gente en el tren: Amor en la mirada.


Hola de nuevo añorados lectores!:

Sí, reactivamos por fin las publicaciones.


He elegido para empezar, compartir una de mis reflexiones que han estado surgiendo en las últimas semanas.

Me encanta el ambiente de los trenes. Ese aire bohemio que se respira en las estaciones, y que se alarga en cada trayecto. Cientos de vidas que se cruzan cada día sin reparo aparente entre ellas. Pero de vez en cuando surge cierta chispa que hace que tus ojos y tu mente se centre en una persona más de lo normal. ¿Por qué? Es una incógnita. Tal vez algún día los científicos descifren las fórmulas de la "química" humana. Mientras tanto, me limitaré a dejar que mi imaginación desvaríe lo que quiera sobre aquel ente que consiguió ser el elegido por mi cabeza entre todos los demás.



Tras una hora de viaje desde Essen con destino a Aachen (conocida o desconocida en España como Aquisgrán, reino de Carlomagno), el tren hace alto en Köln. De nuevo y apenas unos segundos, nuestros ojos se estremecen con la visión de las agujas de su catedral. Si alguna vez, mientras estudiabais historia, os habéis preguntado cómo era posible que la gente de la Edad Media se tomase en serio las amenazas y supuestos castigos de la Ley de Dios, os recomiendo que visitéis la catedral de Colonia y todas vuestras dudas serán resueltas. Realmente, está hecha para aterrorizar e intimidar al más valiente.


Un minuto más tarde, un caballero ocupa el asiento contiguo al nuestro, aquel que hace unos segundos nos ofrecía tan regaladas vistas. Démosle la distinción de caballero como la respetuosa introducción que merece, pues en honor a la verdad, el correcto trato lo relegaría a la categoría “senior”.


Su pelo espeso pero de un blanco perfectamente natural se une a las arrugas de su sonrosada piel para delatar sus, seguramente, cerca de sesenta y cinco años. Sus ojos claros, pequeños, casi incrustados entre los pliegues de sus párpados, lo miran todo con la curiosidad de un niño. Se sienta junto a la ventana, coloca ordenadamente su bolso y cuelga su chaqueta en el gancho que nadie utiliza para tal efecto, aunque para ello haya sido creado, y saca su bocadillo perfectamente envuelto en film.


Me llama la atención su meticulosidad, e inmediatamente busco en sus dedos alguna alianza que me hable de una mujer detrás de todos esos cuidados. Nada brilla en sus ancianas manos. Ninguna joya. Ni siquiera el reloj que apenas se asoma bajo la desgastada manga de su jersey de punto parece demasiado lujoso.


No.


No veo riqueza entre sus ropas o pertenencias. Pero sí la veo en él. En su porte. En su forma de llevarse distraído la mano a la boca mientras lee un folleto, en sus ojos. En sus pequeños ojos hay riqueza. No de aquella que brilla con el símbolo del Euro, si no aquella que se esconde bajo los pliegues que el tiempo y la vida han ido tallando en su piel. Aquella que me habla de lugares remotos, de gentes, pesares y amarguras que muchos días de sol habrán necesitado aplacar, y quizá, también hablan de amores.


Ha de parecer, a su entender, que la vida ha fluido entre sus manos más veloz que este tren que hoy nos ha cruzado en el camino: él al final, yo al final del principio.
Sin embargo yo siento una irresistible curiosidad por saber de él, de sus recuerdos, de cientos de modas que han necesitado adaptación, de sus miedos cuando hubo de pasarlos, de cuales son sus conclusiones ahora que ya ha vivido todo lo que había de forjarlas.


Cuál es su historia. La historia de un caballero sin alianza en el dedo, pero con amor en la mirada.

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