miércoles, 19 de noviembre de 2008

La vié en rose


Lucía miró ensimismada las grandes lámparas de la antesala del teatro.
Era su primera vez en el ballet.
La idea de asistir no la había entusiasmado demasiado al principio. A sus ocho años, todo lo que recordase a música clásica sonaba más bien aburrido. Su madre había insistido en llevarla y, finalmente gracias a que su prima, sólo dos años mayor que ella, parecía encantada con la idea, había accedido a ir.
Sin embargo, ahora que se encontraba aguardando la hora del espectáculo en la recepción, se alegraba de estar allí. Estaba emocionada con tanta gente alrededor. Miraba, maravillada, los elegantes trajes que vestían las señoras mientras sonreían y conversaban sosteniendo copas de champán entre sus manos; las enormes alfombras rojas que cubrían el suelo y subían las escaleras hacia los palcos; las altas cristaleras que provocaban juegos de luces sobre el interior del vestíbulo… Le parecía estar casi en un palacio, rodeada de “gente importante”.
Al fin, dos caballeros vestidos de “pingüino” abrieron las doradas puertas del teatro permitiéndoles el paso.
Su madre las guió al interior y Lucía contempló asombrada la grandeza del salón mientras buscaban los asientos correspondientes. Habían tenido suerte, pensó al sentarse en la quinta fila, muy cerquita del escenario. Desde allí se vería estupendamente, aunque por otra parte no dejaba de sentir cierta envidia de las personas que estaban todavía acomodándose en los palcos. Desde allí arriba gozaban de una posición privilegiada y podían ver a todo el mundo. Seguramente sería gente con mucho dinero.
Por fin, las enormes cortinas se abrieron y la lejana música comenzó a sonar, creciendo a medida que las luces mostraban una silueta. En el escenario, solitario, un anciano de ropas raídas caminaba con la mirada perdida, tocando su acordeón y cantando una nostálgica melodía en francés. Parecía pobre, pues su abrigo estaba roto, y se abrazaba a su botella de vino con cara triste, como queriendo recordar alguna antigua aventura mientras cantaba. A su alrededor, los bailarines danzaban historias de amor, de tristezas, de alegrías pasadas… Mientras, él se paseaba animando al público a cantar con él. Lucía cantó a pleno pulmón, palmeando con todas sus ganas, animada por el resto del público que entonaba aquella bonita canción junto a aquel loco y tierno anciano. Todo el mundo le aplaudía y le quería.
Cuando terminó la actuación, los actores y bailarines salieron a recibir el baño de multitudes. Lucía aplaudía encantada. Había disfrutado enormemente y cuando el anciano salió, fue la primera en levantarse de la silla. El público lo recibió con una enorme ovación a la que él respondía con su tierna sonrisa despistada, continuando su papel como si aquella actuación no hubiese existido para él, si no que accidentalmente se hubiese tropezado en el escenario en un solo momento de su vida. Era, sin duda, la estrella de la obra.

Cuando salieron al exterior, la pequeña continuaba con la emoción que había ido creciendo desde su entrada al teatro. No dejaba de hablar mientras recreaba torpemente la danza de los bailarines agarrada del brazo de su madre. Ésta la dejó hacer, pero advirtiéndola con la mirada. Se sentaron en uno de los bancos de la estación de tren, a esperar el que había de llevarlas de regreso a casa. La noche había caído mientras ellas estaban en el teatro, y el tiempo había refrescado.
Su madre se sentó y se anudó un pañuelo al cuello para cubrir su desnudez. Lucía, de pie, seguía danzando sonriente.
Tras unos minutos, un anciano se asomó por la entrada de la estación. Sus ropas de abrigo estaban sucias y un poco rotas, y su pelo blanco y mal cortado parecía no haber sido lavado en mucho tiempo. Llevaba una gran bolsa cerrada con cremallera que casi arrastraba por el suelo. Caminaba con dificultad, despistado, entre las columnas del andar. Lucía lo miró divertida. Él se percató y le sonrió mostrándole una dentadura en la que faltaban la mitad de los dientes. Ella se rió y le dedicó una pirueta como las que había visto hacer a los bailarines. Él aplaudió complacido y le respondió con una reverencia.
- Lucía, ven aquí. –el tono de su madre sonó firme y enfadado. La pequeña la miró entre sorprendida y asustada.
- ¿Qué pasa, mamá? –preguntó sentándose a su lado.
- ¿No te he dicho que no hables con extraños? No te acerques a esa gente.- añadió en un susurro.
Lucía miró a su madre y frunció el ceño, confusa. Intermitentemente y con la cabeza llena de interrogaciones intercambió su mirada entre su madre y el anciano que, apenado, se había ido a tumbar en banco más alejado y solitario de la estación.

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