miércoles, 12 de noviembre de 2008

A-V (parte 2)




Las horas vespertinas pasaron lentamente bajo los fluorescentes de la facultad. Después de todo lo sucedido, Silvia había preferido no volver a la Biblioteca, e ir a estudiar a una de las aulas de su Escuela, a pesar de estar atestadas de alumnos. A las nueve de la noche el conserje apareció por el pasillo indicando que era hora de cerrar, y la joven se apresuró a recoger sus cosas, resignada. Desde el incidente en la bocatería no había vuelto a producirse ningún suceso extraño que implicas el misterioso símbolo, y ella había acabado por quitarle importancia al fin. Llevaba una semana muy estresada por los exámenes, y los nervios a veces juegan malas pasadas.
Se anudó su bufanda al cuello y se encaminó de vuelta a casa. Era casi hora de cenar, y su estómago rugió ratificándolo. A pesar del frío, Silvia se sentía especialmente cómoda fuera. Era una noche extraña. A penas había gente en las calles, y la poca que había se apresuraba a llegar puntual a la cena, sin pararse a pensar en lo agradable de la ciudad bajo las anaranjadas luces de las farolas, o lo grande y llena que se veía la luna en aquel momento. Se dejó llevar tranquilamente por calles y calles, sin que la prisa molestase su paseo nocturno.
Perdió la noción del tiempo y del espacio, y no sabría decir cuanto tiempo llevaba caminando, ni en qué lugar exacto se encontraba en aquel instante, pero su cuerpo no acusaba cansancio alguno, ni deseo de detenerse. Casi por instinto, enfiló un callejón que acariciaba sus pasos con losas de piedra, para llevarla hasta la oxidada verja que cerraba la entrada a un camposanto. Su cuerpo se detuvo por un momento, y observó lo que tenía delante. En medio del cementerio, entre antiguas y abandonadas tumbas, se erguía una pequeña iglesia de piedra. Por el aspecto no era muy frecuentada. En algún rincón de su mente, Silvia relacionó el edificio con algún vago recuerdo. Seguramente no era la primera vez que pasaba por allí, pero hasta ahora no debía haber reparado lo suficiente en la Iglesia. No tuvo demasiado tiempo para tratar de meditar sobre ello, pues sus músculos reaccionaron nuevamente, y se encontró a sí misma empujando la destartalada puerta de la verja. Antes de que pudiese siquiera preguntarse en qué era lo que demonios estaba haciendo, ya caminaba hacia la apuntada puerta del templo. Un arrastrado silencio acompañó sus pasos, y un trepador frío húmedo fue poco a poco apoderándose de sus piernas. Sin dejar de avanzar entre la neblina que crecía susurrante alrededor de su cuerpo, observó como las pesadas hojas de la puerta se abrían para ella, cuando todavía faltaban metros para que ella llegase a su altura. Al mismo tiempo, el murmullo que la acompañaba fue poco a poco deshaciéndose en gemidos. Volvió la vista abajo y comprobó aterrada como la húmeda niebla que la rodeaba, extendía sus finos dedos por su cuerpo, rasgando sus ropas entre alaridos que se perdían desde las ondulantes profundidades del vaho. En su interior, el corazón de Silvia quiso rebelarse contra todo eso; gritar y zafarse de aquellas manos invisibles que la estaban desnudando a jirones. Pero su cuerpo no le respondía. Contra todo deseo, sus piernas casi desnudas seguían avanzando entre aquella incesante procesión de agonizantes lamentos, mientras los retales de sus ropas raídas iban desprendiéndose entre la niebla. Cuando llegó al umbral de la puerta, estaba completamente desnuda y cubierta de arañazos. A pesar del frío invernal, la joven no sintió ni la gelidez ni el dolor que deberían producirle las heridas que dibujaban finos hilos de sangre sobre su piel. Cuando sus pies desnudos rozaron la alfombra, una tenue luz fue paulatinamente iluminando la estancia. Las velas que guarnecían los lados de el pasillo fueron encendiéndose a su paso, mostrándole el camino que sus pies seguían por irrefrenable instinto. A primera luz todo parecía cubierto por el peso de la edad y el abandono. Una fina capa de polvo y telarañas cubría los hinchados bancos, el enlosado suelo y la raída alfombra que descansaban etéreas en el templo. Pero a cada paso que ella daba, una espiral de humo se levantaba apartando toda esencia de impureza, y la luz renovaba aquel lugar como el agua renueva la tierra seca. El pasillo llegó poco a poco a su fin, y las velas siguieron encendiéndose alrededor del altar que se alzaba frente a ella, haciéndose los cirios cada vez más altos, hasta que el gran retablo quedó totalmente iluminado. Ante ella, se alzaba un poderoso fresco que dominaba la nave con la fuerza que despedía. En el podía verse un ángel con las alas desplegadas hacia arriba formando una perfecta “uve”. Su rostro estaba semioculto por una máscara terrible, y la miraba implorante con sus ojos pétreos, transmitiéndole un intenso sufrimiento que la chica sintió en sus propias entrañas, al ver la espada que atravesaba las dos alas del ángel, haciendo que la sangre brotase y se desparramase ensuciando las oscuras plumas de sus apéndices. Un creciente murmullo se dejó escuchar en la estancia al mismo tiempo que un montón de figuras oscuras se delataba a ambos lados de la nave. Sus siluetas permanecían ocultas bajo infinitas capuchas negras, y todas las túnicas llevaban grabado el símbolo de la A invertida, que sin duda no era otra cosa que las alas del ángel y la espada que las atravesaba. En armónico ritual, se adelantaron acompasadamente hacia ella sin mostrar en ningún momento su rostro, mientras entonaban en voz cada vez más alta letanías en latín. Sus voces de ultratumba retumbaban en las paredes rocosas rasgando el potente eco de su timbre. Las figuras llegaron al pasillo y se detuvieron en seco, girando hacia el altar enfilados sobre la alfombra escarlata. Silvia sentía sus intensas respiraciones en su nuca, hasta que se dio cuenta que lo que escuchaba no era otra cosa que los acelerados latidos de su corazón que golpeaban sus sienes con desesperación, tratando de hacerla volver a la realidad.
Una cosquilleante calidez le recorrió la espalda desde los omóplatos hasta las caderas, haciéndola estremecerse. El olor de la sangre que brotaba de su cuerpo excitó sus sentidos y sus pupilas se dilataron en una mueca de horror. Sus brazos sintieron el tacto de la seda con la que la estaban vistiendo, una simple y fina bata del color del líquido que ella misma despedía. La tumbaron sobre el altar y limpiaron sus heridas sin dejar de en ningún momento de orar. La joven veía todo como a través de un extraño velo blanco. Las velas de la lámpara que oscilaba sobre su cabeza desfiguraban su visión en un lento compás de escenas de las que era la protagonista pero no la dueña. El ángel del cuadro seguía con la vista fija en sus ojos, y desde su posición, parecía precipitarse de la pared y querer cubrirla con sus alas heridas. Una oscura figura se cruzó entre ella y el retrato y sus ojos captaron al séquito que la rodeaba. Dos hileras de encapuchados se inclinaban reverencialmente ante el altar, entonando su cántico cada vez con más fuerza. Silvia se sintió cada vez más atrapada entre aquellos verbos, sentía que eran aquellas palabras las que la ataban sobre aquel altar, las que aprisionaban su cuerpo y la hacían prisionera de él. Trató de gritar y quiso revelarse ante su propia esencia, desatando el dolor que las heridas que la surcaban habían de producirle. Cuanto más se revelaba ella, más alzaban ellos su voz y sus cantos. En un último suspiro, su voz encontró un ápice de luz para resonar por última vez entre aquellas cuatro inmensas paredes, mientras una hilera de filos metálicos se alzaban sobre su cuerpo al son de la última letanía que sus oídos escucharían: “En polvo eres y en polvo te convertirás”.
Silvia se despertó sobresaltada y se inclinó sobre su cama tratando de calmar su frenética respiración. Se tocó la frente. Estaba sudando. Tenía la garganta seca, como si hubiese estado gritando durante horas en un concierto de rock. Su madre entró en ese momento.
- ¿Estás bien, Silvia? Te he oído gritar. –le dijo con cierta preocupación en el rostro. La joven miró a su alrededor un poco anonadada.
- Es que he tenido una… pesadilla. –contestó con la conciencia todavía obnubilada. –Y ha sido de lo más extraña.
- Es hora de que te levantes ya, si quieres aprovechar el día. –la instó la madre ignorando darle más importancia al asunto. –Vístete mientras te preparo el desayuno. Por cierto, tienes correo. –añadió dejando un fajo de sobres sobre su cama antes de salir del cuarto. Silvia se frotó los ojos para espabilarse y se estiró todavía sentada sobre el colchón. Perezosa, cogió las cartas y las ojeó. La mayoría eran del banco o de propaganda de alguna marca de venta por catálogo. Fue descartándolas sin prestarle mucha atención. Ya estaba a punto de arrojarlas todas sobre el escritorio cuando la última apareció entre sus manos. Era un sobre de color tostado. En el no había más que tres letras escritas en el anverso de la hoja. Tres grandes S. R. G… El reverso estaba sellado con una lacra de cera roja, en la que se imprimía un símbolo. Una ferviente ansiedad acució el interior de la joven, mientras despegaba la lacra y deslizaba sus dedos bajo el dobladillo del sobre. Sus dedos temblaron al levantar la tapa… antes de que el sobre cayese sobre el suelo del cuarto. Ahogando un grito de pavor, Silvia contempló horrorizada el color negro de la tarjeta que asomaba en el interior del sobre.

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