sábado, 1 de marzo de 2008

Mi gran aventura. (Parte I)


Me permitiré un pequeño paréntesis para iniciaros en este viaje que posiblemente se prolongue un par de sábados más. El caso es que hoy llevo todo el día pensando a vér qué demonios de idea es la que cuaja en mi cabeza sin huír antes de que la retenga, y al final, tuve una especie de revelación. Probablemente muchas de las frases que os leáis aquí os suenen, pero no quiero desvelar los entresijos de esta gran aventura que comienza. ¿Os atrevéis a venir conmigo a Fantasía? ¿O quizás al País de Nunca Jamás? ¿Tal vez a Matrix?



- Mmmmm… -mi primer gruñido mañanero. Me desperecé y algo duro y frío substituyó a mi mullido colchón. –Qué… -balbuceé mientras mis párpados iban levantándose perezosamente. El contorno de una silueta fue delimitándose ante mis ojos a medida que la luz se filtraba en mis retinas, y un rostro masculino me hizo dar un bote. -¡¡Ahh!!

Ante mí, tenía a un hombre, o al menos los rasgos de su cara decían eso muy al contrario que sus ropas, de cabello moreno y perilla puntiaguda y finos bigotes repeinados, cuyo atuendo parecía sacado de un cuadro de Velázquez. Me miraba con los ojos brillantes, sonriente, y me tendía su mano con cierta gentileza gestual.
- ¿Qui- quién es usted? –logré articular.
- William Shakespeare para servirla a usted, hermosa dama. –contestó mientras me rozaba tan siquiera el dorso de la mano con sus labios. ¿Shakespeare?
- Claaaro… -dije con fingida exageración por no haberlo “reconocido”. –Isabel la Católica, un placer. –me presenté siguiéndole la corriente no sin cierto tono burlón mientras le estrechaba la mano con fuerza. Me froté la cabeza mientras me incorporaba. –He debido de darme un golpe fuerte.
- ¡Marineros! ¡Preparados para zarpar! –aquella voz gutural me hizo girarme en redondo.
- Muuuy fuerte. –añadí al ver a segundo hombre aparecer por la puertezuela con una vestimenta aún más pintoresca. Sobre sus pantalones bombachos un tanto sucios, se ajustaba un ancho cinturón de cuero sobre el que pendía la funda de un cuchillo de mango de marfil, y un montón de artilugios más que no sabría definir. Una larga espada se arrastraba al mismo tiempo que su pata de palo, y un parche negro como el interior de sus encías le cubría el ojo.
- ¡A qué esperáis, sabandijas! ¡No tenemos todo el día! –bramó braceando hacia nosotros, mostrando el reluciente diente de oro que sustituía a uno de sus premolares. Estupefacta, me levanté de un salto y miré al supuesto Shakespeare, llamémosle William, arqueando una ceja.
- Oh, es Espronceda. Se le ha ido un poco la cabeza con eso del pirata… ya sabéis como son esas cosas, mi doncella. Seguidle la corriente. –me informó en un susurro provocando en mí otra carcajada sarcástica. -¡A sus órdenes, capitán! –gritó cuadrándose ante el pirata, mientras yo ojeaba a mi alrededor para encontrar una pista de aquella irreal situación.
- ¿Dónde diablos estoy…? –dije casi sin darme cuenta.
- En lo más alto de la más alta torre, custodiada por un temible dragón… pero ya nos hemos encargado de él, mi dama, no debéis temer. –me informó William galantemente. –Perdonad la burda bienvenida de Don José, y permitid que os agradezca que hayáis acudido a nuestra llamada.
- Em…. ¿yo? –tartamudeé un tanto perdida.
- La modestia es una virtud que os honra. Pero no debemos perder más tiempo. Partamos pues. –dijo arrastrándome del brazo hacia la gran ventana de piedra sin dejarme tiempo a reaccionar.


Para incremento de mi sorpresa, un gran barco flotaba en el aire justo delante de la ventana, y un pequeño puente colgante me conducía desde su repisa hasta la cubierta de la galera. Sobre sus mástiles ondeaban grandes velas negras y una gran calavera blanca se dibujaba en su más alta bandera.


- Bajel pirata que llaman,

por su bravura, El Temido,

en todo mar conocido

del uno al otro confín. –informó el Capitán Espronceda invitándome a subir a bordo.

Varios hombres de aspecto mucho más desaliñado que el capitán recorrieron la cubierta afaneados en sus tareas, con los vivos y rojizos rostros encendidos por el ron que se respiraba en el lugar. El Capitán se encaramó a la popa y cantó:


- Navega, velero mío

sin temor,

que ni enemigo navío

ni tormenta, ni bonanza

tu rumbo a torcer alcanza,

ni a sujetar tu valor.


Y al ritmo de su canción, el gran navío surcó las nubes, llevándome a algún lugar en el que nunca sabré si llamar cerca o lejos.

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