lunes, 2 de junio de 2008

Larga vida al Rey




Sábado 31 de mayo de 2008.
Una tarde como otra cualquiera, soleada para unos pocos, lluviosa para la mayoría de los peninsulares; una tarde que para unos cuantos, para unos cincuenta y cuatro mil afortunados, pasará al cajón de nuestros recuerdos como una de esas joyas de Bohemia que vuelven a brillar siempre que se las mira.
Después de soportar dos horas y media previas enlatada entre la gente, un retumbar de bajos resuena bajo tus pies, despertando la euforia una masa que está allí con una única finalidad: ver a Metallica lo más cerca posible. En ese momento, te das cuenta que estás en la décima fila con más de medio centenar de personas alrededor deseando ocupar tu lugar al precio que sea. Ya es tarde. Cuando las cuatro siluetas son tocadas por las azules luces de los focos, se libera la locura. Mis pies pierden el suelo por momentos, y mis copañeros desaparecen entre cabezas y cabezas que se mueven sin rumbo siguiendo una danza frenética.
Me siento por momentos como una finísima rama de trigo en un inmenso campo de trigales que el viento hace mover a su total capricho.
De repente, cuando el miedo al inminente aplastamiento empieza a apretarme el comprimido estómago, algo ase mi brazo con fuerza, tirando hacia atrás.
- ¡Mírame! ¡Tenemos que salir de aquí! –los gritos de mi amigo resuenan entre la muchedumbre descontrolada mientras, a empujones, codazos, o toda arma física que se le ocurriese utilizar, me aparta de aquel epicentro de desenfreno convertido en un peligroso maremoto de cuerpos que desafían la lógica del espacio.
Al fin, un cuestionable hueco nos permite respirar y tranquilizarnos unos metros más atrás.
Aún sin terminar de creerme muy bien todo lo que sucede a mi alrededor, entro en una especie de trance, embelesada por aquel potente sonido que recorre hasta el más pequeño vello de mi cuerpo. Una pletórica sonrisa se dibuja extrañamente en mis labios.
Siento algo estallando en mi interior al ritmo de las llamaradas de fuego que se retuercen a ambos lados del escenario, lamiendo con lascivia el cielo encapotado de la noche madrileña.
Una certeza me llega entonces, y comprendo que aquel que alguna vez se ha acercado al rock, metal, o cualquiera de sus vertientes aunque sólo fuese por mera curiosidad, jamás habrá sabido lo que significa realmente esa palabra hasta que lo vive en directo. Pero, si además se trata de Metallica, no solamente sabrá lo que significa el metal, si no que se habrá empapado de él hasta la médula, y esa humedad calará tan hondo en sus huesos que jamás se secará.
Nadie me hará olvidar la angustiosa erupción de sensaciones que me provocaban carcajadas de pura euforia mientras escuchaba los primeros acordes de Nothing else matters, ni el dolor de pies y riñones que me hizo arrastrarme durante casi tres cuartos de hora hasta el coche, tras dos horas y media de doblar el cuello tratando de asomar entre las cabezas de una media más elevada que mi normal estatura femenina.
¡Ansiado dolor! Si tan dulces son las heridas que me dejas lamiendo, ¡estoy dispuesta a sangrar!

2 comentarios:

Carlos dijo...

Yo hubiera escrito un poco más de tu amigo que te agarró y te sacó del barullo aquel jajaja es un heroe por lo menos :P

Natalia Corbillón dijo...

jajaja desde luego que sí, aunque se le suban los humos solos! XDDD pero la verdad es que de alguno de mis accidentes raros y no tan raros en aquella situación sí que me salvó, aunque asi me arranque el brazo en el intento XD